Historias
Pocas veces sentí una presencia femenina tan fuerte como la de esta bella pasajera. No nos conocíamos y a pesar de ello me pidió ir adelante. Una pequeña valija de cuero encontró su lugar en el asiento trasero, nos acomodamos y ajustamos los cinturones de seguridad. No me atreví a preguntarle el nombre de su perfume pero era realmente rico. Aunque no llegué a verla con precisión en la oscuridad de esa callecita de Flores su presencia me convenció que se trataba de una actriz o gran modelo. A mis preguntas de rigor, ventana o aire acondicionado, música o silencio me cautivó su inmediata respuesta con una voz dulce, pausada y tierna. Mientras arrancaba el auto no pude disimular mis ganas de mirarla y ahí estaba ella. Linda, elegante, delicada, ... Un sobrio collar de oro en armonía con sus aros, anillos, reloj y pulsera la convertían en reina. Mi color preferido en sus uñas impecables recién pintadas. Nos cruzamos una intensa mirada como preguntándonos cien preguntas al mismo instante. Miró su celular, cambió varias veces de pantalla y lo guardó en su cartera. ¿Hace mucho que se dedica a esto? ... El intento de una respuesta fugaz dio resultado para darle lugar a ella. De a poco empezó a soltarse como si nos hubiésemos conocido de antes. Las bocinas del tránsito interrumpían el clima de diálogo pero así y todo la conversación se hacía cada vez más profunda. Me parecía mentira estar llevando a semejante mujer. Insisto, femineidad en su total pureza. El perfume había invadido el auto y ya en la autopista rumbo a Ezeiza sin imaginarlo ni quererlo, un temazo de Genesis me transportó a los 80 sin que ella tal vez se diera cuenta. Generosamente me contó de su vida, sus viajes, experiencias, aventuras, amores, vacíos, miedos y de su soledad aterradora y traicionera. Con sus delicados dedos sacó un pañuelo y cuidando el rimel anticipó las primeras lágrimas. Me preguntó sobre mí y respondí breve queriendo volver a ella. El GPS indicaba tan sólo 7 minutos para llegar al aeropuerto y me resistí pensar en no saber el final de la historia. Recuperó su aliento y con una voz más fuerte me pidió que nunca dejara de amar a quien estuviese a mi lado. Que trabajara día a día la comprensión, la escucha y el paso del tiempo. Que no le tuviera miedo a las arrugas, al lento andar y a la pérdida de los sentidos. Que abrazara siempre aún en momentos tibios. Que no le tuviera miedo a la muerte y que luchara siempre hasta el último suspiro. Morí de ternura y me pregunté por qué había sido yo el elegido para este viaje tan divino. Un viñedo en la Toscana la esperaba de regreso con mezcla de nostalgia, tristeza, dolor y ausencia para comenzar su última cosecha. Su marido había muerto hacía apenas unos pocos días mientras disfrutaban de su soñado crucero. Sesenta años juntos de amor pleno. Una amorosa sonrisa irradió su cara de repente y mientras abría su cartera para pagarme, me pidió que la mirara a los ojos y sin temblar sólo repitió: "lo volvería a hacer mil veces". Mi mirada significó una silenciosa pregunta y ella insistió dulcemente, "Rufino, créame que volvería a vivir otros 60 años con el mismo hombre, he sido muy feliz". "Quédese con el vuelto y nunca deje de intentar seguir amando" Me dio un abrazo y un beso en cada mejilla. Se acomodó en un silla de ruedas y llevada por un muchacho uniformado se fue perdiendo. Subí al auto, ajuste mi cinturón y me miré al espejo y una vez más sentí ese perfume tan rico. Me quedé pensando en sus jóvenes noventa años y en su impecable femineidad.
Al llegar al domicilio estaban los dos discutiendo y con un tímido beso se despidieron con desgano. Vestida de largo era evidente que había estado en un casamiento. Subió adelante y después de un forzado “buenas noches” mientras se ajustaba el cinturón de seguridad empecé el recorrido que marcaba el GPS desde zona norte hasta Colegiales. El reflejo del celular que intentaba reproducir el ritmo acelerado de sus dedos iluminaba el auto, seguramente frases cortas y cada vez más enojada por el diálogo iniciado con su novio. Pasaron las cuadras y las paradas obligadas en los semáforos en rojo, interminables por cierto ante un silencio interesante entre dos personas desconocidas sentadas a muy pocos centímetros de distancia. Al llegar a destino un “le pido perdón” me recordó que estaba llevando a una mujer que debía tener no más que la edad de mi hija. Sorprendido le pregunté, por qué perdón. ... "Es que no le hablé ni una palabra desde que subí" ¡No estás obligada a hablarme, no pasa nada, todo esta bien!. A veces el silencio es más importante que mil palabras. Mientras me pagaba murmuró un “basta” y golpeó el celular contra su diminuta cartera como queriendo acallarlo. “No puedo creer que me haga esto”. Por unos segundos evité hablar pero me gano la pulseada cuando buscando alguna respuesta y con una mezcla de bronca e impotencia dijo, ¡No sé qué hacer! Interpreté bien que buscaba un consejo de un desconocido, extraño pero más habitual de lo que uno puede imaginar. El aviso del otro viaje sonaba en la pantalla de mi celular, envié un mensaje automático: “Demorado 5 minutos”. Si me lo estás preguntando y crees que lo queres, no te vayas a dormir sin llamarlo. Los dedos escribían a mil en su pantalla, dejó de hacerlo, me miró y como por acto reflejo lo llamó. Tenía que ir a buscar a otro pasajero, fue solo un minuto que pareció eterno. Trataba de no escuchar, tapó el micrófono con su mano y me preguntó, ¿Qué hago Rufo? No tan sorprendido insistí: si lo queres, perdonalo. Con un mil gracias se despidió con un tierno beso antes de entrar a su casa. Apenas conocí el nombre de esa joven de largo a quien sin pensarlo ayudé a reconciliar vaya a saber por cuánto tiempo. Confirmé el nuevo destino y recién ahí supe que buscaría a una mujer. Sólo el nombre y la dirección aparecían en la pantalla. Me llamó la atención que siendo tan latino estuviera escrito con dos enes. Nunca había escuchado esa calle que estaba muy cerca de Olleros. A un par de cuadras me di cuenta que la zona había cambiado y estaba menos iluminada. Al doblar puse otra vez las balizas y pulsé el mensaje automático de la aplicación “Llegué”. Esperé que saliera Juanita pero me sorprendieron tres hombres vestidos de negro que al acercarse al auto reconocí orientales. Mientras dos se subían sin darme tiempo a reacción alguna, uno adelante y otro atrás, el tercero repetía nervioso el nombre femenino del usuario, el de la aplicación y su destino. No podía creer lo que me estaba pasando, era la tercera vez que iba a ir a la Boca en menos de una semana pero esta vez a altas horas de la madrugada llevando a dos orientales que no hablaban castellano y que en los primeros kilómetros dialogaban en algún idioma imposible de comprender. El de adelante se quedó dormido y cabeceaba de un lado al otro mientras el de atrás con un ojo como de vidrio hablaba solo y parecía espiarme a través del retrovisor. Después del tercer cruce de miradas, muy nervioso evité el espejo y solo me concentré en el capot. Me acordé una vez más del “Dios es bueno” de la enorme calcomanía blanca que mi auto alquilado tenía pegada en la luneta trasera. En un momento presentí algo horrible y para disimular mi pánico intenté reír por dentro, me imaginé degollado por un samurai en las inmediaciones de La Bombonera pero enseguida me relajé y dejé que todo fluyera. Creo que se trata de eso, aceptar que las cosas que pasan tienen que pasar y por algo pasan. Llegué al final de esa calle empedrada y otra vez estaba ahí. Soy “millonario” pero debo reconocer que es imponente, el estadio de Boca emana algo que trasciende lo futbolístico, un no sé qué, que al menos consiguió distraerme para controlar mis aceleradas pulsaciones. Gracias a unos adoquines irregulares el de adelante se despertó y con unas señas me hizo detener antes que me lo indicara el GPS. Otra vez una calle oscura que por suerte se iluminaba desde lejos por las luces azules de un patrullero que pasaba por una avenida desalmada. Fueron no más de veinte segundos lo que tardé en explicarles la información de la pantalla para que vieran el costo del viaje. Me dieron dos billetes bien arrugados y más rápido que un rayo les di el cambio perdonándoles las monedas de un peso y cincuenta centavos. Apenas se bajaron respiré profundo y de a poco fui resolviendo mi ahogo. Todavía temblando de miedo desactivé la aplicación y sin detenerme fui directo a mi casa. Una novia reconciliada con su novio y dos orientales que por cuarenta minutos me quitaron el aliento.
Un viaje desde Pompeya me trajo hasta Beccar y faltando apenas dos horas para que Mariu saliera de su trabajo pensé en darle una sorpresa, nada más lindo creo, que sentirse cansada y sin imaginarlo pasen a buscarte. Jugando una vez más al turista empecé a dar vueltas sin destino disfrutando las calles adoquinadas con pasto entre sus juntas y esas enormes casonas que impactan a cualquiera. Victoria tiene un aire especial, se respira barrio y colonia, la historia al alcance de nuestras manos. Creí haber desactivado la aplicación pero la alarma ofreciendo un viaje rompió el canto de los gorriones. Dudé en aceptarlo, a once minutos y unos cuatro kilómetros pero no aguanté la tentación. Solo vi la dirección del nuevo pasajero y su nombre, por cierto muy extraño. Extranjero pensé. Estaba seguro que había abonado anticipadamente con tarjeta y me venía muy bien para aplicar el total de su pago a comisiones de otros viajes cobrados en efectivo. Activé el navegador y la gallega con su vos casi perfecta empezó a guiarme camino a la ribera. A las pocas cuadras supe que Henk me esperaba en la puerta de un conocido club náutico de San Isidro. ... Al ver de lejos su brazo extendido haciéndome señas envidié su vista que podía reconocer la patente del auto que ya conocía de antemano y al acercarme quedé sorprendido. Un delgado físico de deportista, pelo largo rubio o casi blanco de igual tono que su remera, bermudas y medias, zapatos náuticos y el brillo en su muñeca de un reloj imaginario de oro. En un abrir y cerrar de ojos me pareció ver al personaje principal de esas películas de ficción futurista, un Dios con ojos incandescentes. Apenas subió a mi lado y mientras se ajustaba el cinturón de seguridad me saludó con un muy amable y complicado "Hola", invitándome a hablar en inglés. Su vestimenta y piel bronceada confirmaron que navegaba. Le pregunté, para romper el hielo, si acaso estaba participando en alguna regata. "Solo tengo mi barco y vine a consultar si podía contratar el servicio de pluma para sacarlo del agua y hacer un trabajo". Ante mi pregunta si lo había conseguido, su respuesta me hizo entender que su barco era cosa seria. "La de este club no soporta el peso de mi velero". Sin entender nada de navegación supuse que veintidós toneladas no era poca cosa para un barco a vela tripulado por dos personas. Al chequear el destino comprobé que iríamos a otro club náutico muy conocido en el bajo de San Fernando y tal lo imaginé, con el mismo objetivo. Solo habían pasado unos quince minutos y fascinado por la experiencia ajena que estaba escuchando me importó muy poco el costo de mi viaje y le propuse darlo por finalizado, cerrar la cobranza para salir de la aplicación y llevarlo sin cargo a donde necesitara para poder conseguir que algún club o marina pudiera sacar su barco del agua y así revisarlo a fondo antes de su nueva y desafiante partida. Sorprendido, en un inglés muy medido, el simpático holandés me insistió en que le siguiera cobrando mi tiempo y la distancia que recorriéramos.. Ante mi negativa y convencido que no cedería me preguntó si podría hacerle de intérprete en la oficina del club para que fuera más fácil explicar aquello que necesitaba. Los administrativos muy atentos y educados tardaron unos cuantos segundos en comprender que Henk y su esposa navegarían siete años más del primero que ya lo habían hecho. Habían zarpado desde Holanda en un viaje planificado durante diez años y después de amarrados en las costas del Río de la Plata, la Patagonia, el Canal de Beagle y el Océano Pacífico los esperaban en los próximos meses cuando partieran rumbo a Polinesia. Ante cada detalle y aventura que me relataba más me costaba entender sus corajes. Se dio cuenta que me moría de ganas de conocer el velero y mientras volvíamos al auto me propuso ir a su barco a tomar unas cervezas. Me fascinó la idea aún sabiendo que no podría seguir manejando pero al mirar la hora me acordé de Mariu. ¡No puedo Henk, tengo que buscar a mi esposa en su trabajo! "Vamos a buscarla, hay cerveza fría para todos". Llamé a Mariu pero no podía, ya se había ido por su cuenta y quedamos en juntarnos los cuatro antes de la partida. Henk me insistió en que conociera el barco y yo necesitaba verlo para intentar dimensionar semejante travesía por el mundo. Llegamos al club, los guardias muy amables lo saludaron con mucho respeto como si fuese un socio vitalicio. Caminamos por una increíble avenida de casuarinas que bailaban al ritmo del viento. El agua marrón del río se convertía en plata con los rayos muy intensos de un sol de primavera. Un hombre mayor con pantalón largo y camisa blanca se acercó al muelle con su lanchón, nos saludamos, subimos y enseguida descubrí cual sería el velero, me quedé sin aliento. Una hora antes dudaba en aceptar un viaje y ahora estaba debajo de un mástil mayor que parecía interminable. De Pompeya a Beccar y luego Victoria y apenas más tarde a bordo de una nave imponente que había partido desde Holanda con tan solo dos tripulantes para navegar durante ocho años por el mundo. "Perdón por el desorden Rufino, este es el dormitorio de proa con su baño completo, la cocina es lo más amplio y este es nuestro camarote de popa que usamos cuando el mar esta inquieto". Como un chico me mostró cada compartimiento, nunca había visto tantas herramientas juntas. "El barco es nuestra casa, los arreglos intento hacerlos siempre yo para no depender de terceros". Mientras me explicaba la función de cada equipo y su tecnología intentaba visualizarlo junto a su esposa Thea, lidiando con los cabos y velas, cocinando, durmiendo, amarrando, conviviendo y cuidándose de hasta los piratas de lugares solitarios en el medio de la nada. Después de enseñarme el impecable motor, acomodó unas colchonetas y nos sentamos al sol con unas heladas cervezas. Hablamos de todo un poco hasta que me tuve que ir, quedamos en volver a vernos los cuatro antes que partieran. Llamó al señor de blanco y por efecto del sol estuve a punto de irme al agua. Caminé lento entre las casuarinas, subí al auto y una vez más busqué una explicación a estas experiencias mágicas. Pasaron varios días desde nuestro primer encuentro y Henk me envió unas fotos y un mensaje por días esperado. "El velero está listo Rufino, estamos a la espera de buenos vientos para partir, seguramente será este Domingo sin que antes nos encontremos los cuatro para brindar a orillas de este maravilloso río". Un holandés llamado Henk con su esposa Thea en busca de aventuras y sueños y un conductor de una aplicación que sólo quiso ayudar a un turista extranjero. Suelten amarras!
No había imaginado un regalo semejante a tan poco tiempo de haber iniciado este nuevo trabajo de trasladar personas. Recibí su mensaje cuando empezaba Diciembre preguntándome el costo de un viaje especial y sin dudarlo con la ayuda de remiserías de la zona e internet pude ofrecerle un presupuesto con toda la intención de no perderlo. Había algo que me decía que debía hacer ese viaje y hoy siento que haberlo hecho fue un enorme acierto. Estoy seguro que aunque pudiera hacer un millón de trayectos con interesantes o adorables pasajeros, este del pasado Lunes difícilmente pueda ser superado por la privilegiada experiencia de vida. Después de revisar y preparar el auto hasta el último detalle incluyendo una selección de música que pudiera gustarles, a las 12.30 toque el timbre en esa casa de las Lomas de San Isidro sumergida en un mar de frondosos robles y fresnos. ... Me presenté ante una señora muy amable que se acercó al portón indicándole que venía a buscar a la Sra. Nené. ¡Enseguida viene! Dudando si preferiría viajar adelante o en el asiento trasero espere a conocerla. De memoria seguía repasando el largo recorrido por hacer y sólo pensaba en positivo para que todo saliera bien. Al abrir la puerta, la gentil empleada prestaba su brazo para que mi primera pasajera se sintiera más segura al caminar por la despareja vereda. Saludó de beso y mientras tomaba mi mano mirándome directo a los ojos pronunció su primer "Rufino, se te ve muy bien". Caminábamos sin prisa unos cinco metros cuando le pregunté si prefería ir atrás o a mi lado, con fuerza dejo sentir sus delicadas uñas y al mirarla confirmó que quería ser mi copiloto. Abrí la puerta y se aferró a mis brazos mientras se acomodaba con paciencia en el asiento. Con su permiso puse su cinturón de seguridad y acomodé el respaldo para que sus ochenta y cinco años viajaran cómodos. Sabiendo de antemano el recorrido pero desconociendo la exactitud de los horarios pregunté a que hora teníamos que estar en el Aeroparque Jorge Newbery. Muy tranquila, quizá por no haberse dado cuenta que habíamos consumido la primera media hora, respondió que Carmen estaría esperándonos a las 13.15 en el sector de las sillas de ruedas. Tomé la avenida Márquez sabiendo que respetando la velocidad máxima y sin imprevistos estaríamos llegando unos minutos tarde. Mi preocupación fue que Carmen se asustara al no vernos. Los primeros minutos de charla fueron muy entretenidos y no fue difícil sentir el amor de esta mujer por su hija y por su prima que en ese mismo momento estaría aterrizando desde el Jardín de la República. Al llegar a la puerta de arribos la histeria de los silbatos, bocinas y gestos me inspiró a hablar primero con un guardia para antes que pidiera que me fuera poder explicarle que trasladaba a Nene de ochenta y cinco y que su prima de noventa y tres y medio recién arribada se acercaría en silla de ruedas. "Puede estacionarse acá pero no por mucho tiempo". Mientras intentaba entender su respuesta mi pasajera insistió en que buscaría a su casi hermana tucumana, no sabía qué hacer y reconozco que fui perdiendo la Paz. Ayudé a que bajara del auto y atento a la mirada del uniformado Nené ingresaba al edificio asintiendo primero que sabía muy bien donde yo estaba. Pasaron cinco, diez y cuando veinte minutos desesperé. El guardia me pidió que corriera el auto y Nené que no volvía ni sola ni con su prima. Dudé en comunicarme con su hija para que la llamara pero cuando mi susto se agrandaba las vi de lejos a paso muy lento empujando y sosteniéndose de un carro con valijas y un bastón. Salí a su encuentro al tiempo que mi retina iba guardando una y otra imagen de las adorables primas. Les pedí que me esperaran mientras buscaba el auto para estacionarlo bien cerca y al hacerlo acomodé el equipaje y con cuidado también a ellas con sus cinturones de seguridad bien puestos. Hasta llegar a Gral. Paz sólo intenté concentrarme en el tránsito pero no fue fácil al escuchar tan tiernos diálogos. De a poco se ocuparon que me fuera metiendo en su charla y al caer en la trampa supe de antemano como terminaría el cuento. Cercano a Constituyentes primero fue Nené que comentó que tenía hambre y mi sugerencia que podrían comer algún sandwich al llegar a Ezeiza no tuvo eco. ¡Un sandwich no, Rufino!, quiero comer algo rico, sentada y en un lindo lugar. Carmen respaldó el pedido y vencido acepté que mi tarde de trabajo peligraba apenas me confirmaron que el vuelo era a las nueve de la noche. Se me ocurrió que el mejor lugar para sugerirles era un famoso restaurant parrilla muy cercano al aeropuerto. Ante el vamos inmediato les anticipé una y otra vez que se comía como los Dioses pero que no era nada barato. "Hacemos lo que diga Ud. Rufino". En vano busqué convencerlas que las llevaría y las esperaría en el auto, estacioné en la puerta y después de luchar con dos altos escalones una señorita las acompañaba a la mesa. Las ayudé a sentar y Nené pidió que me ubicara a su lado. Sabiendo que nadie las controlaba, dos ensaladas Ceasar, papas hervidas y un espectacular matambrito tiernizado. "Ud. no le cuenta a nadie Rufino". Cuando tuve que ayudar a Nené a cortar su porción acepté que el almuerzo sería más largo de lo imaginado. Agua sin gas, cola sin gas y de postre dos generosos y exquisitos Tiramisú. Adiviné que no tenía ningún sentido preocuparme por el tiempo ni el viaje, las adorables primas del alma tenían todo premeditado. Hablamos de muchas cosas y como siempre digo, no dejo de sorprenderme de cuanto se aprende de conversaciones sinceras con los mayores. No hubo forma ni para que me dejaran aportar para la propina y antes de salir me pidieron ñ registrar nuestro momento con una foto desde el teléfono. Después de acomodarnos nuevamente partimos hacia la terminal C. "Voy a buscar un lugar para estacionar así la ayudo a Carmen con el check in". Otra vez no hubo forma de convencerla y solo me permitió que parara en la dársena de descenso. Nené abrió la puerta pero se quedó en su butaca con una mirada cansada o de anticipada nostalgia. Cargué un carro con las dos valijas y el bastón y después de varios intentos logré que Carmen aceptara que la acompañara hasta el mostrador de la línea aérea. Antes de alejarnos se acercó al auto y puso sus manos con suavidad en cada pómulo de Nene. Juntaron sus frentes y se dijeron algo durante varios segundos regalando a los que estábamos cerca una profunda ternura. Solos otra vez iniciamos el regreso por la autopista Ricchieri. Recorrimos los primeros kilómetros envueltos en ese silencio íntimo e inconsciente que provocan las despedidas. Nené me agradeció repetidas veces dando suaves palmaditas sobre mi muñeca derecha. Al llegar a su casa la noté cansada, toqué el timbre y ayudé a que bajara. Nos saludamos y al subir al auto comprendí una vez más que no hay nada más lindo en la vida que las buenas relaciones humanas.
Santiago me había escrito el día anterior para consultar el costo de un viaje desde San Isidro hasta City Bell. Evaluamos distintos caminos y acordamos que lo buscara a las siete y cuarto de la mañana. Me había contado algo sobre el motivo del viaje pero recién fui consciente de nuestro destino cuando circulábamos por la ruta Panamericana. Apenas me confirmó sobre su adquisición los recuerdos empezaron a desacomodarse y atrapé aquel del mágico viaje desde Miramar hasta Villa La Angostura con mi hermano mayor. Habíamos pasado los primeros días de Enero en la costa y mis padres y hermanos saldrían un día después que nosotros en otro auto. Mi hermano era mayor de edad hacia bastante tiempo, yo todavía soñaba con llegar a los veintiuno. Nos habíamos divertido demasiado yendo y viniendo con el techo de lona negra abierto a nuestro balneario Cacho y a Pacha, la disco que quedaba cerquita del muelle en donde tantas noches probaba suerte con mi Waterdog gris y bordó de dos tramos y aquel Spinit 7000 de aluminio que cuidaba como un tesoro. ... A Floro le encantaba la música y se había dado maña para conectar el estéreo bifónico con unos cables negros negros y rojos directo a la batería. Para que el acompañante pudiera ir más cómodo había liberado la butaca derecha de sus guías y así suelta podíamos tirarnos para atrás y apoyar los pies sobre el pequeño tablero por encima de la entrada de aire con alambre de mosquitero. ¿De qué color es Santi? "Rojo con techo de lona, 3CV 1974" Nuestra charla nos distrajo mientras dejábamos atrás la ruta General Paz y la autopista 25 de Mayo. "Me quería dar este gusto desde hacía mucho tiempo Rufo". ¡Me muero por verlo, te envidio sanamente, que lindo doc! El nuestro era casi blanco, ni crema ni ceniza pero me acuerdo del techo negro. Habíamos salido de Miramar con Seru Giran al taco. ¿Cómo olvidar aquel cassette blanco? No me acuerdo cuántas horas habíamos andado cuando Floro me dijo que algo andaba mal. Como pudimos llegamos a Coronel Dorrego a la hora de la siesta de un caluroso día de Enero, preguntamos por algún taller en la única estación de servicio y nos mandaron a golpear las manos a una casa cercana. Santiago no podía disimular su estado de ánimo y me contagió su alegría y las ganas de andarlo, ya estábamos en la autopista Buenos Aires/La Plata y el GPS indicaba que llegaríamos en diecinueve minutos al registro del automotor en una esquina del Camino Centenario. Un señor mecánico con su estetoscopio revisó los cilindros y diagnosticó que debíamos cambiar aros y juntas. No existían los celulares y teníamos la plata justa. "Chicos, pasen a lavarse las manos que el almuerzo está listo", nos decía como una madre su simpática Señora. Mi hermano y yo éramos mimados por una mujer desconocida en un pueblo de la provincia de Buenos Aires mientras su marido operaba de urgencia a nuestro auto. Después de una hora y cuarto llegamos al registro y preferí quedarme con Santiago para ver citro rojo tan añorado. Antes de anochecer el médico de autos le dio el alta indicando los cuidados de los primeros kilómetros hasta ablandarlo, no más de 60 por hora y evitar los rebajes bruscos. Salimos despacito a la ruta, distrayendo al paciente del post operatorio con "No bombardeen Buenos Aires" a todo volumen y con las cabelleras al viento, juventud plena y sagrada. Llegó el dueño y se abrazó con Santi como anticipando la despedida y quizá su desgarro. ¡Me volví loco! Impecable, derechito y original. Cuarenta y cuatro años tenía esa maravillosa rana roja con techo de lona negra. Mientras hablaban de las llaves y de la rueda de auxilio aproveché para sacarle algunas fotos. Después de eternas horas llegamos al Automóvil Club Argentino de Confluencia con Serú Giran al máximo y nuestras caras mugrientas de tierra. Le ofrecí a Santi seguirlo con mi auto hasta San Isidro pero no quiso, entendí que quería conocerse y enamorarse de a poquito y sin testigos. Antes de despedirme unas calcomanías pegadas en la luneta trasera de su citro rojo me transportaron una vez más a aquel inolvidable verano en Miramar. El inconfundible logo de las cerezas de Pacha me llevó a esa disco cercana al muelle donde los temas de Travolta se adueñaban de la pista sin siquiera pedir permiso. Desistí de volver por la autopista y tomé el Camino Centenario hasta la rotonda de Alpargatas y quizá prefiriendo permanecer sumergido en recuerdos elegí seguir por Calchaqui y entrar a la ciudad de Buenos Aires por el abandonado acceso Sudeste. Con sana nostalgia repasé nuestros últimos kilómetros y aventuras hasta llegar a aquella cabaña solitaria de troncos, poco cemento y ventanales mirando desde muy cerca al lago rodeado de montañas en un lugar único en el mundo a pocos kilómetros del Paso Puyehue. Aventuras y momentos inolvidables con nuestros fieles y alegres "citros" con techo de lona descapotable.
El aviso de un "Viaje Largo" de más de cuarenta minutos sonaba en mi celular. Estaba muy justo de tiempo y con poco combustible pero por alguna razón antes que desapareciera de mi pantalla decidí confirmarlo sin saber el destino. Mientras que afuera hacia demasiado calor adentro sentía los primeros síntomas de un feroz resfrío por el aire acondicionado. Doblé a la derecha en la avenida Cazón a la altura de la Municipalidad y al llegar a Italia desde la puerta de una cafetería un señor mayor y algo desalineado me indicaba con gestos que estacionara. La aplicación indicaba Delfina y así saludé a la joven mujer que se acercó a la ventanilla quien con marcado acento catalán me devolvía un simpático "Hola Rufino, soy Alba, la chica del bar pidió el auto para nosotros desde su celular, ya está viniendo Lluis". Ella de rasgos refinados y de una simpleza tal que la hacía aún más femenina y elegante y El, canoso, alto, robusto, de ojos claros y brillantes que de antemano me permitieron adivinar su corazón gigante. ... Estaban decepcionados de tanto andar sin sentido. Temprano habían planeado llegar a Tigre y tomar una lancha de pasajeros para conocer nuestro maravilloso Delta pero el tren Mitre les había jugado una mala pasada. Sin aire acondicionado, lleno de gente quedaron varados en la estación de San Isidro por un supuesto desperfecto mecánico que enseguida entendieron era una vaga excusa ante la llamativa falta de tensión. Más de tres horas de idas y venidas bajo el agobiante calor de febrero en Buenos Aires ganaron por cansancio a esta divina pareja de catalanes que sólo pretendían conocer lo muy nuestro. Ya en el acceso Tigre rumbo a un conocido hotel en Retiro con el aire a toda potencia apuntando a sus caras sin imaginarlo empezaron a alinearse nuestros astros o quien lo prefiera, a darse increíbles casualidades. Atento a sus inquietudes y respondiendo a mi manera cada una de sus preguntas fuimos conociéndonos más rápido que cualquiera. Por temor a abrumarlos a cada instante miraba a Alba a través del espejo retrovisor. Un poco más tranquilos por saberse seguros y que llegarían con tiempo a su hotel me enteré que Lluis era actor pero nunca imaginé que fuera quien era. Me moría por llamarla a Mariu y a Cami para contarles quienes eran mis pasajeros pero preferí zambullirme de lleno en una conversación cada vez más profunda, intensa y rica. Quedé mudo y sin capacidad de reacción cuando me confiaron que habían leído sobre mí en el diario El País de España, se habían dado cuenta quien era al ver mi foto y nombre en la pantalla de la aplicación. Sabían del llamado que había recibido del Papa Francisco, supe que no tenía forma de cambiar de tema. Estaban emocionados y querían saber más, insistí en hablar de su carrera como actor pero no hubo caso, quisieron conocer mi historia. En un nuevo cruce de miradas percibí las primeras lágrimas y me di cuenta que estábamos yendo demasiado lejos en apenas unos minutos de viaje pero por suerte logré distraerlos al comentarles que desde chico y gracias a mi madre había leído varios libros sobre la Guerra Civil Española y que creía que mi adicción a la escritura mucho había tenido que ver con aquellos primeros de lenguaje simple y claro de Dominique Lapierre y Larry Collins, "O Llevarás Luto por Mí", "Esta Noche la Libertad", "El Quinto Jinete", "Arde París", ... Intentaba mirarlo a él sin que Alba se diera cuenta para reconocerlo pero el apoya cabeza hacia de barricada. Con una valiosa humildad Lluis me nombraba distintas obras en las que había trabajado incluyendo con Almodovar y en sus últimas participaciones en Bajo Sospecha o como mayordomo en Gran Hotel. Algo hizo que fuéramos los tres pasando a otro plano, tal vez otra dimensión donde con total confianza y despojo comentábamos y coincidíamos situaciones sin nunca antes habernos conocido. Les comenté de mis historias de pasajeros y que una de mis preferidas era La Toscana. Volvieron a apoyar sus cabezas como locos enamorados y con lágrimas en los ojos me mostraron sus anillos que se habían regalado hacia cuatro años en esa mágica región de viñedos italianos. Los tres nos emocionamos por cosas que no puedo contar y al llegar a su hotel mi papel de chofer había quedado totalmente desvirtuado, había roto todas las reglas establecidas entre conductor y pasajeros pero nada me importó, tampoco a ellos. Insistieron para que les leyese el cuento y fue en vano decirles que se los pasaría por correo, encerrados en el auto ante la mirada del valet hicieron silencio mientras concentrado comenzaba la lectura. Lluis me había pedido por favor que se los leyera con el mismo sentimiento y emociones a flor de piel que cuando lo estaba escribiendo. Un nudo en mi garganta al escuchar el silencioso ruido a pañuelos de papel y respiración contenida estuvo a punto de impedir que continuara pero logré actuar para que no me dominara el llanto. Al terminar sentí sus manos sobre mi hombro y un quebrado gracias me devolvió el aliento. Todavía conmovidos me pidieron que asistiera con Mariu a su última función esa misma noche en un teatro de Boedo. "La sala está llena Rufino pero veré de conseguir dos tickets de invitación, nos gustaría que nos acompañaran". Lluís bajó primero y entró al hotel para hablar con su productor, Alba desde el asiento trasero reclinada hacía adelante con sus ojos húmedos me pagaba y seguía agradeciendo como yo por lo que habíamos vivido en nuestro mágico viaje desde Tigre. Volví a disculparme por haberlos hecho llorar pero una y otra vez repetía que eran lágrimas bien sentidas. Lluís se acercó al auto y me pidió que bajara para darle un abrazo, fue muy lindo sentirnos temblando. "Gracias por todo Rufino, dos entradas estarán a tu nombre en la taquilla, vengan a las diez, se encontrarán con Alba". Antes de irme nos sacamos una selfie y recordé que el saludo eran dos besos. No podía salir de mi sorpresa, una hora antes había dudado de tomar un viaje por la falta de combustible y ahora estaba volviendo a San Isidro para buscar a Mariu e ir a un teatro para presenciar como invitados Tierra Baja, un clásico del teatro catalán en una interpretación unipersonal de un enorme actor. Llegamos a las diez en punto a un colorido pasillo que conducía a Timbre 4, nos encontramos con Alba, se la notaba descansada y contenta, vestía de negro muy elegante. Tuvimos tiempo de conversar un rato en medio de una larga fila de gente. Llegó el momento, entramos desde el mismo escenario a las gradas en alto que en pocos minutos quedaron ocupadas. Un joven se presentó y muy amablemente pidió que se apagaran los celulares y en lo posible se evitarán ruidos con los envoltorios de caramelos. Cambió la intensidad de las luces y desde un rincón apareció quien fuera mi pasajero. No me atrevo a hacer ni siquiera una superficial crítica desde lo artístico a la espectacular obra y actuación que como humilde aficionado disfruté desde el borde de mi butaca. ¿Cómo transmitir en palabras una interpretación que me tuvo atrapado por más de una hora olvidándome de todo y transportándome de cuajo a ese molino y masía de España? ¿Cómo acaso explicar el arte de Lluis Homar para en un escenario pequeño con apenas una rama y hojas secas de árbol, una mesa, dos sillas, un espejo, una escoba y un vestido de novia lograr llevarme como testigo de esos fantásticos diálogos entre Manelic, Marta, Sebastià y Nuri? Terminé conmovido porque entendí el común de la obra con aquello que habíamos conversado en el auto. Volvimos a juntarnos con Alba ya afuera del teatro en ese pasillo cubierto de lucecitas de colores pero con menos personas, por fin solos, apareció mi pasajero que acababa de despedir al gran actor en los camarines. Esta vez nos sacaron una fotografía a los cuatro y volvimos a despedirnos con abrazos y dos besos. Al oído Lluis y yo nos dijimos algo que estoy seguro tarde o temprano, ocurrirá. Rufino María Varela PD: 1) Lluís Homar Toboso (Barcelona, 20 de abril de 1957) es un actor y director teatral español. 2) Tierra Baja es una magnífica obra del dramaturgo y poeta Ángel Guimerá. Este drama es una de las obras más representadas y traducidas de la lengua (1896).
Soy consciente que al escribir sobre temas sensibles corro el riesgo que alguien pueda ofenderse o enojarse pero esto me enternece y juro que lo escribo con demasiado cuidado y respeto pero sobre todo con mucho cariño por ellos. Son mis pasajeros de primera, esos que merecen la mejor atención y cuidado, aunque algunos son más jóvenes son mis adorables + 90. Entre todos los viajes que hago disfruto sobremanera trasladar a quienes han vivido tanto y que a pesar de sus achaques como algunos me dicen tener siguen sonriendo a la vida como si fuesen jóvenes adolescentes. Me gusta escuchar sus historias de infancia, familia y amores o ver como se toman y acarician sus tiernas manos arrugadas. Con paciencia fui aprendiendo a ayudarlos con sus bastones, andadores o sillas de rueda y cuando usan mis brazos para sostenerse sin darme cuenta mi alma se siente mimada. ... Están llenos de sabiduría y son generosos al compartirla sin reparos, aprendo con verlos, al hablarles más alto y pausado y hasta escuchando una y otra vez sus mismas anécdotas. Muchos ya están solos sin sus amores de tantos años y con una generosidad sin igual me cuentan sobre sus jóvenes años de noviazgo o recién casados, las idas y vueltas, sus hijos, nietos y hasta alguna pelea pasajera con su suegra El o con su cuñada Ella. Cuando pienso en que casi doblan mi edad más los admiro y respeto, al lado mío están impecables hasta con sus miradas libres de anteojos como desde hace tiempo yo no puedo. Apenas suben al auto les ofrezco elegir su música y así voy pasando de Gardel a Pavarotti, Mozart, Chopin o Debussy. Algunos tararean disimuladamente, otros siguen el ritmo con sus delicados dedos y los menos que más me enternecen me preguntan varias veces quién canta o a dónde estamos yendo. A Ella la conocí primero y unas semanas más tarde a el, noventa y cuatro y noventa y seis. Entre ellos no se conocen pero tienen algo en común que los imagino amigos. En el primer viaje de cada uno y con sus primeras preguntas reconocí los síntomas y solo quise que disfrutaran sus recorridos al máximo aún sin saber si eran conscientes. No soy médico, psicólogo ni enfermero pero siento que el misterioso Alzheimer que me habían advertido sus familiares no fue barrera para hacer felices sus viajes. Ella me pidió a Sinatra y a Plácido Domingo El, ambos miraban sorprendidos mi celular y les expliqué en vano cómo funcionaba Spotify. Contentos me miraban fijo una y otra vez. ¿Quién canta Rufo? Sinatra. Domingo. ¿Perdón Rufo, ¿Quién canta? Sinatra. Domingo. Llegamos escuchando My Way con Ella y Granada con El y al bajarse me tomaron de las manos y con tiernas sonrisas me regalaron un "Gracias por el viaje Rufo". Imagino que cada vez que viajamos le ganamos una nueva partida a esa misteriosa enfermedad que también puede abrir la puerta de cualquiera de nosotros sin avisar.
Había llegado a Ezeiza a las 6.20 de la mañana trasladando a dos turistas desde San Telmo que volverían a California después de un viaje de placer por diferentes destinos de Argentina. Desde su llegada al país me había ocupado de cada uno de sus traslados desde el hotel hasta los distintos aeropuertos. Fueron pasajeros de lujo, referidos por un generoso contacto de Facebook. Por tantos viajes directos con conocidos o referidos a la aplicación Uber sólo la utilizaba en mi tiempo libre que gracias a Dios cada vez era menos. Al despedirme de mis clientes en la Terminal A y sabiendo del fallo de un Juez en favor de los conductores de esta aplicación me pareció oportuno volver a conectarme dentro del aeropuerto para intentar no volver vacío. No había terminado de ajustarme el cinturón de seguridad y prender las luces cuando la primera oferta de un viaje empezó a sonar en la pantalla de mi teléfono, sólo indicaba que mi posible nuevo pasajero estaba en el mismo lugar que yo a apenas doscientos metros. ... Lo confirmé y pude leer que se llamaba Pedro, decidí llamarlo para hacer más fácil nuestro punto de encuentro. "Buen día Señor Rufino, estoy en el frente del edificio del Banco Nación". Como la aplicación le había informado al usuario que mi auto estaba a pocos metros le expliqué que demoraría unos cinco minutos para salir de la terminal A y dar la vuelta al extenso estacionamiento B. Miraba de un lado a otro en busca de Pedro que por su nombre y vaya a saber por qué imaginé un joven mochilero con rastas recién llegado de surfear desde algún lugar del planeta aunque a decir verdad me había descolocado el "Señor Rufino". Al llegar a un cruce peatonal elevado que me obligó a bajar la marcha tres hombres grandotes vestidos de impecable negro me bloqueaban el paso. Sorprendido practiqué una acelerada memoria: Registro profesional, cédula verde y azul, seguro del auto, VTV vigente, oblea de gas, luces prendidas, cinturón colocado, constancia del Monotributo y hasta pensé en los antecedentes penales que por primera vez en mi vida una compañía me había exigido para trabajar. Estaba convencido que todo estaba en regla y muy seguro que desde el miércoles anterior Uber había sido nuevamente aprobado por un Juez ratificando un fallo anterior de otros Magistrados a pesar de los caprichos de algunos Legisladores porteños y del mismo Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El imponente amanecer que había presenciado más temprano en la autopista Panamericana se oscureció de golpe mientras las primeras gotas de sudor corrían por mi frente. Tranquilo Rufino me repetí varias veces, respirá hondo, tenes todo en regla y no hiciste nada malo. Dos se fueron para la derecha mientras el más alto mirándome fijo a los ojos se acercó a mi puerta. Intentando disimular mis sensaciones apreté el botón de la ventana y a medio abrir esperé sus primeras palabras ¿Señor Rufino, Usted es Uber? Temblando me salió un "Yes" que ante el inmediato ceño fruncido del Oficial cambié por un nervioso "Sí, perdón, cómo está, buen día". ¡Buen día, soy Pedro! Aunque estaba seguro que en ese momento la cuestionada aplicación tenía el respaldo de la Justicia, me había enterado de distintas represalias contra sus choferes por parte de salvajes e inadaptados taxistas, remiseros y sindicalistas y peor aún, por algunos miembros violentos de las Fuerzas de Seguridad de nuestro propio Estado. Una vez más me acordé de aquel sabio consejo de mi padre cuando recién empezaba con mis salidas de adolecente, "en Democracia, a la Policía o Fuerzas de Seguridad tenes que respetarlas siempre pero nunca jamás tenerles miedo". Tranquilo destrabé las puertas y los tres Oficiales de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) se acomodaron en mi nuevo auto gris plata. Mientras daba inicio al viaje desde mi celular y me enteraba del destino no podía salir de mi asombro y sorpresa. A pesar de las locuras y barbaridades que se habían estado diciendo durante meses sobre la aplicación mundialmente utilizada y la persecución con saña a sus conductores desde el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, tres Oficiales de una de las Fuerzas de Seguridad del Estado con mayor responsabilidad durante el G20 en Argentina la habían elegido entre tantas alternativas de transporte al alcance de sus manos. Sabía que en ese corto viaje hasta El Jaguel estaba llevando nada más y nada menos a quienes habían estado afectados a la custodia y traslado de Presidentes de los países más importantes del mundo. Una vez más pude comprobar la infantil disociación entre quienes gobiernan y la realidad del ciudadano común y por supuesto por ello y sin que los Oficiales se dieran cuenta morí a carcajadas por dentro durante largos minutos. Intentaba imaginar las caras del Jefe de Gobierno Porteño, de su Ministro de Seguridad y del Director de Tránsito viendo la escena. Mientras ellos a diario dedicaban importantes recursos del Estado para organizar una cacería de conductores de Uber, sus propios Oficiales de la PSA elegían viajar usando la misma aplicación. Ya en Ricchieri con varios kilómetros recorridos sabían mucho de mí y yo algo de ellos. Desde el primer día en que me decidí a transportar pasajeros entendí que lo que pudiera escuchar, conversar o ver en mis viajes debía ser siempre confidencial y que sólo podría compartir aquellas experiencias que me parecieran interesantes o valiosas preservando las identidades o cualquier referencia salvo expresas autorizaciones a identificar. Recorriendo las calles del barrio cercano al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini ya estaba enterado en parte por sus marcadas tonadas que los tres altos Oficiales habían viajado desde sus respectivas provincias del Norte exclusivamente para cumplir objetivos durante el histórico G20. Me contaron con cierto disfrute que habían tenido la oportunidad de lucir durante varios días flamantes uniformes e insignias y conducir o ser transportados en impecables vehículos. Por supuesto sus comentarios sin resentimiento ni maldad me tentaron a preguntarles por el estado de sus uniformes y móviles en sus propios destinos. Sentí impotencia y tristeza ajena, a buen entendedor pocas palabras. Al entrar a una calle destruida con más de un pozo tuve la estúpida duda de preguntarme, ¿Y si no son de la PSA? Después de todo era Domingo a las siete de la mañana en un barrio muy dormido, solitario y con calles de tierra en las afueras de Ezeiza. ¿Y si me mintieron, me tenían marcado y me pegan una paliza? Con tantas noticias desagradables y extraños sucesos cualquier cosa podía ser posible en nuestra Argentina, ya nada sorprende. La duda me surgió cuando noté que nos alejábamos demasiado de la ruta pero al preguntarles si iban a un destacamento o guarnición de la Fuerza me tranquilizó su inmediata respuesta, "Ahí nomás, en aquella reja". Una pequeña casa de techos bajos rodeada de un monte de eucaliptus en medio de la nada. Los uniformados que iban atrás me agradecieron el traslado al tiempo que bajaban sus bolsos y portafolios. Mientras abría su billetera para pagarme me atreví a preguntarle a Pedro por la casita. "A nosotros solo nos comunicaron que debíamos viajar a la Capital para un objetivo y debíamos ponernos a disposición de la Policía Federal". Disimuladamente le pregunté por el hospedaje y tal lo esperaba su respuesta me dejó un sabor muy amargo, "Del alojamiento tuvimos que hacernos cargo nosotros, alquilamos esta casa entre varios compañeros y se supone que en algún momento nos reembolsarán los gastos". Aprovechando su amabilidad y confianza le consulté por qué habían pedido un Uber en lugar de tomar un taxi o remis de Ezeiza estando ahí mismo. "Cuidamos cada peso Señor Rufino, es más barato, rápido y seguro". ¡No se puede creer!, me lo está diciendo nada más y nada menos que un Oficial de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Preparé el vuelto y me nació decirle como despedida, ¡Es impecable la imagen de su Fuerza Pedro, sus uniformes y vehículos negros impactan a cualquiera sobre todo en los aeropuertos, parecen de ficción, se los respeta! "Créame Señor Rufino, hace mucho tiempo que no usaba un uniforme e insignias nuevas y por algunos pocos días tuve la suerte de andar en móviles como la gente". "Mañana estaré otra vez en mi provincia sirviendo con el mismo compromiso de siempre a esta Fuerza que tanto quiero aunque mi uniforme este desteñido y viejo y nuestros pocos vehículos anden con cubiertas sin dibujo y en algunos casos sin rueda de auxilio". Me saludó con un apretón de manos, "Que Dios y la Virgen lo bendigan Señor Rufino, muchas gracias por habernos traído" Me alejé esquivando pozos y perros que ladraban desaforados y por un largo rato no pude dejar de pensar en esos hombres de negro de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. No todo lo que brilla es oro, las apariencias engañan. Mi profundo respeto a los buenos miembros de las Fuerzas Armadas y Fuerzas de Seguridad de la República Argentina.
Fue un Viernes Santo distinto a todos los anteriores, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Primero subió ella en el asiento trasero ante la atenta mirada de él para asegurarse que su cinturón de seguridad estuviera bien puesto. Abrí su puerta y sabiendo que mi ayuda podría molestarle me limité a estar cerca hasta que se acomodaba en el asiento de acompañante. Era justo antes del medio día y partíamos una vez más desde Ingeniero Maschwitz hasta San Isidro. Primero pasaríamos a buscar a su cuñada y luego los dejaría solos para almorzar tranquilos en su club náutico de toda la vida. Había terminado el primer tango de Gardel y ella sugirió que por la fecha debíamos escuchar música más tranquila. Creyendo que eran muy religiosos les propuse La Misión de Ennio Morricone que tanto me gusta y que una vez un ex compañero de colegio de mi hermano mayor me recomendara. Es muy lindo, dijeron casi a coro y su afirmación me llevó a cometer un gran error que por suerte terminó bien a pesar de un principio incómodo. ... ¿Ustedes son muy religiosos? Con mucha educación y respeto mi copiloto me pidió disculpas por si me ofendía antes de aclararme que nunca había tenido necesidad de burocracia para conectarse con Dios. Su respuesta me dejó sin palabras y cuando sentí que había asimilado su mensaje preferí callar con la esperanza de que me siguiera hablando. Pasaron sólo un par de minutos y todavía con La Misión de fondo escuché mi nombre. Sabe Rufino, a mi edad no puedo andar haciendo trámites o pidiendo permisos para estar en comunión con El. Mientras me hablaba con su voz gastada me acordé de haberlos vistos de la mano las dos veces que los había buscado los últimos viernes y cómo me había emocionado su trato dulce y amoroso. Las calles de Maschwitz estaban cubiertas de hojas color oro y con nuestras ventanas abiertas escuchamos el sonido del viento y de pájaros jugando entre los árboles. ¿Se da cuenta Rufino? Mi madre era muy católica de misa diaria casi de madrugada, mi padre que era muy bueno con ella y con nosotros era como yo soy desde que tengo memoria. Cuando me veo vestido de blanco para tomar mí primera comunión en aquel colegio de Buenos Aires dirigido por frailes que solo me causaban gracia vuelvo a reírme pero enseguida recuerdo cuánto sufrió mi mamá cuando le dije que no quería tomarla. Solo lo hice por Ella aún sabiendo que muchos ya me habían empezado a tratar como la oveja descarriada”. ¿Usted le tiene miedo a la muerte Rufino? Me volvió a sorprender y creí que mi respuesta debía ser cuidadosa y diplomática. Creo que no aunque aún no ha tocado a mi puerta, la viví de muy cerca unas cuantas veces y en cierta medida me he hecho amigo, es tan misteriosa como el nacimiento. “Tengo 97 años Rufino, hemos perdido la cuenta pero son unos setenta de casados y seguimos bien enamorados. Cada mañana al escuchar cantar al viento y los pájaros entre los árboles sabemos que Dios está con nosotros”. No quiero que lo tome a mal Rufino pero no creo que Dios esté muy contento con las religiones que son tan burocráticas. Nuestra conexión es directa y nuestros diálogos son caricias para el alma, no juzgo ni critico a quienes necesitan de tanto sistema para conectarse, cada uno es libre de sus acciones y actos”. Le aseguro Rufino que cuando uno tiene la bendición de haber llegado hasta esta edad y aún puede conmoverse y emocionarse con sus hijos, nietos y bisnietos, al escuchar el cantar del viento y los pájaros entre los árboles o al tomarse de las manos arrugadas y seguir sintiendo lo mismo que cuando recién casados, aceptamos con gracia que Dios nunca nos ha abandonado”. No hemos sido religiosos pero siempre respetamos a quienes necesitaron serlo, tenemos familiares y amigos católicos, evangelistas, protestantes, judíos y agnósticos y ellos saben que hemos vivido una vida demasiado plena a nuestra manera y que Dios siempre nos ha guiñado el ojo. A esta edad más que en otras uno debe estar siempre preparado, no le tenemos temor a la muerte aunque debiera ser inminente en el tiempo que nos queda comparado al que hemos vivido. Nuestra tranquilidad es que Dios nos entiende y al tomarnos de las manos cada día la suya está entre las nuestras”. La Misión parecía terminar al llegar a destino y al bajarse y despedirnos me quedé pensando si acaso sin Dios podrían estar caminando por esa callecita cubierta de hojas doradas en un nuevo otoño tomados de la mano después de setenta años juntos.
Nos habíamos conocido hacía apenas una semana en mi primer traslado desde su casa del bajo porteño hasta un tranquilo barrio en las afueras de Tigre. No sabía su edad ni me atrevía a adivinarla, intenté varias veces tratarla de Usted pero no hubo forma que lo aceptara. Sus arrugas y bastón desafiaban a la vejez con una vitalidad sincerada en una mirada franca y sonrisa permanente. Fuimos conversando de distintos temas hasta que en la ruta Panamericana me avisó que intentaría dormir hasta que llegáramos a su destino, se había quedado leyendo sin darse cuenta hasta las cinco de la mañana. Tímidamente le pregunté si quería música de fondo y al asentir ofrecí que eligiera su preferida suponiendo que me pediría ópera o clásica. ... "Gracias Rufo, hagamos de cuenta que me quedan los últimos minutos de vida y debo elegir la canción que me acompañe en mi partida". "Con mi marido nos divertíamos como dos locos enamorados, disfrutábamos la música, la bailábamos en cualquier lado y muy seguido un poco en serio y otro jugando nos decíamos que el día en que uno no estuviese, el otro escucharía nuestra elegida y así seguiríamos conectados por siempre" Quedé conmovido por su amorosa nostalgia y ternura al escuchar las primeras melodías y prestar atención a la letra de Red Red Wine en su versión reggae. Disimuladamente miré por el retrovisor y allí estaba bien apoyada contra el respaldo con sus ojos cerrados transportándose a la profundidad del tiempo sin siquiera distraerse por dos lágrimas bien puras que amagaban recorrer su rostro. Fui subiendo el volumen cada vez más sin que se diera cuenta mientras mi pasajera de noventa y tantos seguía gozando sus tiempos pasados en su presente repleto de sanos recuerdos. Al abrir sus ojos con la última nota nos fusionamos en el espejo en una compinche mirada y con su voz suave y emocionada me regalaba otro amoroso "Gracias Rufo" todavía invadido de nostalgia. Minutos mágicos en los que la música supo acomodarnos en un mismo espacio de amores y emociones.
Desde muy chico sentí algo especial por los adultos y niños que visten delantales blancos. Siento una profunda admiración y respeto por quienes los lucen con orgullo por saberse docentes o profesionales de la salud. Como suelo hacer cuando escribo cada historia de pasajeros y aunque en esta ocasión me muero de ganas de nombrarla porque me gustaría que la felicitaran y aplaudieran hasta que dolieran las manos volveré a utilizar nombres ficticios para respetar su intimidad y confianza. Fue apenas empezaba este trabajo de trasladar personas cuando recibí un mensaje desde una provincia del Norte pidiéndome un presupuesto, días después trasladaba desde un aeropuerto de Buenos Aires a un simpático señor mayor junto a su encantadora cuidadora. De ese largo viaje surgió una historia maravillosa que decidí escribir y fue así como las familias y amigos de mis pasajeros pudieron leerme y entrar en contacto virtual desde una muy lejana provincia que siempre sueño volver a visitar. Hace apenas unos días recibí un nuevo llamado pidiéndome buscar a su esposa y nieta en un aeropuerto para llevarlas a otro y así lo hice preparándome de antemano para seguir aprendiendo de argentinos sin imaginar lo fascinado que quedaría por semejante historia de vida cargada de tanto amor y pasión. ... Oriunda de la tierra de Güemes supo crecer entre cultura y tradición y contraer matrimonio con ese hombre que un rato antes me había llamado y que por lo relatado ni duda tuve que debía de ser bondadoso, trabajador y fiel protector. Con su proyecto de Familia iniciaban sus sueños en Embarcación donde ella ejercía su joven docencia en solitarias y humildes escuelas rurales y él, de sol a sol, recorría largos kilómetros reparando vías de aquel pujante ferrocarril del Norte Argentino. Tuvieron dos hijos y cuando apenas el más pequeño había llegado a este mundo una nueva crisis del país los ponía en jaque sin saber qué hacer. No les sobraba nada y viviendo con lo justo con sus dos sueldos la noticia del despido perforó sus almas y proyectos. Intentaron subsistir solo con el ingreso docente pero era tan poco que apenas alcanzaba para la primera quincena mientras las ofertas laborales escaseaban como el agua. Con sus treinta apenas pasados y una enorme tristeza que intentó esconder con sus dientes apretados dejó a su amado Francisco con sus dos muy pequeños hijos y con un bolso repleto de ilusiones partió solita hacia el Sur en busca de una oportunidad. Asustada pero valiente a la hora de enfrentar desafíos aceptó acompañar a un colega de blanco recién conocido por las desoladas callecitas del poblado hasta la única escuela de techos bajos. Maravillada con la clase apasionada que dictaba Raúl ante a un puñado de alumnos muy humildes que habían bajado de las cercanías a veces no tan cercanas su profesión se marcaba a fuego cada vez más profundo. Como un milagro le ofrecieron enseguida hacerse cargo de una escuelita rural a varios kilómetros en el medio de la nada. La mayoría de sus alumnos eran hijos de Mapuches que habitaban la zona donde ni siquiera con esfuerzo podían verse sus casas a simple vista. Con una sutil delicadeza mi pasajera relataba con una precisión de cirujano cada detalle de aquellos lejanos pero presentes años como docente en aquel aislado, solitario, austero y frío paraje de nuestra Patagonia. Con bella nostalgia me contaba de su emoción cuando veía llegar caminando o a caballo a cada chiquito sabiendo del frío y de cuán lejos venían. ¿Cómo no dar todo por ellos Rufino? Todo pasaba muy rápido desde su llegada y ese vértigo calmaba su dolor por la inmensa distancia que la separaba de los suyos allá tan lejos de Tartagal. Y en dónde vivía, pregunté conmovido. A las pocas semanas de llegar me instalé en una casita muy chiquita de adobe y techo de chapa de cartón. Era una construcción de un solo ambiente, humilde y sencilla pero decente y limpita a pesar de su piso de tierra. Apenas me mudé los pobladores hicieron una colecta y me regalaron una vieja cocina a leña. Fue una experiencia muy dura Rufino pero le aseguro que desde el primer día supe que nos fortalecería como Familia para siempre. Adoré a mis alumnos y creo que ellos también a mí, me emocioné mil veces al verlos escribir o dibujar por primera vez y juntos tantas otras al repartir las verduras que cosechábamos de la pequeña huerta que les había enseñado a hacer en uno de los suelos más áridos que jamás haya visto. Cómo olvidar sus caras cuándo esa mañana tan contentos vinieron corriendo a decirme, ¡Seño, seño, los tomates están cambiando de color! Me sentía en el paraíso y entendí que había llegado el momento de compartirlo con los míos. Mi esposo con mis dos hijos dejó todo en nuestra amada Salta y apenas con un bolso como aquel mío se animó a seguir mi pedido. Podría estar un rato largo contándole su eterno viaje en ómnibus, tren, a dedo y caminando con nuestros pequeños a cuestas pero créame que el esfuerzo valió la pena. Llegaron terminando el otoño cuando el frío ya se había adelantado, me habían hablado de lo duro que era pero aún no lo había sentido en carne propia. Como pudimos acomodamos sólo dos camas bien juntitas casi pegadas a la cocina de leña, nunca había imaginado tanto frío. En la única ventana con vidrio el hielo del invierno inminente era más grueso que un centímetro y las chapas de cartón impregnadas en brea respiraban adentro en gruesas goteras por la condensación que provocaba el calor de la leña, el frío y la humedad de la tierra. Mi esposo se levantaba varias veces en la noche para secarlas como podía y así evitar que se mojaran nuestras frazadas. Dormíamos abrazados y nos turnábamos para ir agregando madera y que el fuego no se apagara, tiritábamos al principio pero de a poco aprendimos a hacerle frente con más abrazos y abrigo. Desesperado me di cuenta que estaba a sólo cinco minutos de la entrada del aeropuerto y no quería perderme el final, disminuí la marcha como queriendo hacer más lejos nuestro destino. Fueron años maravillosos Rufino y es por eso que sigo diciendo que soy salteña de nacimiento, corazón y alma pero también orgullosa de mis fuertes raíces sureñas. Fue pasando el tiempo y mis alumnos chiquitos fueron creciendo y se hicieron hombres, muchos por tradición siguieron con los suyos cuidando y viviendo de sus tierras y animales y a otros sin imaginarlo los ayudé con mi docencia a soñar con nuevos desafíos. Fue muy difícil dejar mi escuela, la huerta, el frío y la cocina de leña, me partió el alma dejar atrás en ese Sur tan mío miradas serenas y amorosas de gente tan buena. Volvimos a Tartagal y seguimos caminando la vida en nuestra Salta y en pueblitos del Norte Argentino. Pasaron los años pero aquellos recuerdos siempre estuvieron presentes e intactos. La barrera del aeropuerto se abrió y el ticket me recordó que tenía sólo quince minutos sin cargo. La pequeña nieta seguía tan atenta como yo el conmovedor relato de su abuela quien antes de llegar a la terminal C nos confió el final más lindo que nunca habría adivinado. Este viaje es muy importante para mí don Rufino, se me estruja el corazón porque estoy volviendo a ese lugar que tanto amé después de tantos años. Voy a reencontrarme con mi gente, mis rincones y aunque sea verano necesito sentir una vez más ese frío que cala tan hondo. Siento una felicidad casi plena y solo pienso en ese reencuentro con aquel chiquito Mapuche que llegaba cansado de tanto caminar con sus zapatos gastados pero siempre con su mirada cariñosa, profunda y sincera. Cómo explicarle lo que vengo sintiendo desde que me dijeron que ese chiquito tan amoroso con quien cuidábamos la huerta en ese suelo tan árido ha vuelto a vestir un delantal tan blanco como aquel de su escuela. Cómo expresarle mis emociones don Rufino al saber que en pocas horas me estaré abrazando con aquel alumno tan inocente, hoy con su delantal de médico que luce con orgullo en mi Sur amado. Tenía solo tres minutos para estacionar en la zona de descenso de pasajeros que quise eternizar, bajé su equipaje, nos abrazamos muy fuerte y prometimos soñar con volver a vernos. Intenté en vano sentir el abrazo con su chiquito en ese remoto Hospital Público de nuestra Patagonia. Apenas pude imaginarlos a los tres con sus delantales bien blancos.
Por recomendación de una amiga virtual fui contactado por una mujer para que le cotizara un viaje para trasladar a su papá desde La Paternal hasta Punta Mogotes. Acordamos el costo y por precaución le propuse que me acompañara alguien de confianza por cualquier eventualidad. El martes 7 de diciembre a las 10.30 hs. estacionaba en la puerta de su casa y segundos después de tocar el timbre conocía a la hija de mi pasajero. Entramos y ahí sentado alrededor de una mesa cubierta con un mantel de plástico floreado estaba su padre de 92 años esperando tranquilo pero con una ansiedad por comenzar su viaje que percibí apenas nos dimos la mano. Despacito con su bastón llegó al auto y mi acompañante bajó para saludarlo. Para que se sintiera cómodo le indiqué que si bien yo era quien manejaba tenía absoluta libertad para pedirme subir o bajar la temperatura, elegir la música, cantidad de paradas o lo que fuera. Sin que pudiera sentirse invadido ayudé a mi pasajero a sentarse adelante y detrás de su respaldo se ubicó mi atenta acompañante. ... Su baja altura parecía aún menor por una pronunciada curvatura producto de vértebras muy cansadas y rebeldes. Apenas ajusté su cinturón y avancé los primeros metros por un barrio de calles adoquinadas comenzó a relatarme con lujo de detalle su vida íntegra que a los pocos minutos comprendí que en gran parte había transcurrido en la compañía de electricidad Ítalo Argentina. No habíamos recorrido siquiera cincuenta kilómetros cuando adiviné que mi pasajero no dormiría en todo el viaje ni aceptaría mis insistentes ofrecimientos de ir al baño en cada parada que haría para recargar combustible. Por temor a que se ofendiera no me atreví a preguntarle si siempre tenía tanta energía al viajar para hablar sin parar de la forma que lo hacía. Con minuciosos detalles relataba entusiasmado su infancia y primeros pasos en sus estudios de electricidad en la escuela técnica. Atento a la ruta y a los inadaptados sociales que nos pasaban casi seguro hasta el doble de nuestra velocidad hice el mayor esfuerzo posible para que mi veterano copiloto se sintiera a gusto y escuchado como ameritaba la ocasión. Con su cuadrilla de la Ítalo fui descubriendo cada rincón de aquel Buenos Aires pujante que por mi edad no tuve la suerte de conocer, apasionado me relataba sus mejores trabajos en las cámaras subterráneas y en algún edificio importante de la ciudad. Eran tantas sus anécdotas y sin embargo no aceptó siquiera un trago de agua para humedecer sus labios que parecían resecos por el habla. No quise insistir con el baño a pesar que me seguían resonando las palabras de su hija acerca de sus delicados problemas de salud. Estaba tan entusiasmado con sus relatos que pude imaginar su elegancia al escuchar como gastaba sus primeros sueldos en zapatos charolados de marca y en trajes a medida que pocas veces usaría. Orgulloso de lucir su uniforme obligatorio de la compañía eléctrica relató la compra de su primer auto, un Citroen 2CV y sus visitas a Mar del Plata para estar cerca de la mujer con la que soñaba y su logro máximo de acceder a un elegante y revolucionario Peugeot 504 con aire acondicionado para llevarla de paseo en paseo ya como esposa. Promediando nuestro viaje no fue difícil comprender cuanto amor había existido entre ambos en esos casi setenta años juntos entre primeros encuentros, noviazgo y matrimonio. Mi pasajero parecía feliz de saberse escuchado y se sumergía cada vez más profundo en su memoria para elegir las mejores anécdotas que hicieron de los cuatrocientos y tantos kilómetros un viaje entretenido, corto y placentero. Faltando menos de setenta para llegar me habló del difícil estado de su viudez desde hacía un año y medio pero al notarlo tan seguro y fuerte al hablar de Ella, después de decirme sus nombres sin pensarlo le pregunté por su apellido. Quedé petrificado al escucharlo y ni siquiera me distrajo saber que el origen de su familia era Pontevedra, España. Aún sabiendo que debía mirar la ruta me tomé el atrevimiento de mirarlo a la cara y como si lo hubiera presentido nos encontramos en una intensa mirada. No tuve tiempo para callar aunque tal vez hubiera sido mejor, sorprendido le dije que no podía creerlo mientras entre la palanca de cambios y su butaca pude rescatar con mis dedos un cartel con ese mismo apellido que había impreso unas horas antes para esperar en la zona de arribos del Aeropuerto Internacional de Ezeiza a una joven pasajera proveniente de Vancouver. El pasajero de noventa y dos se emocionó por primera vez en el viaje y con la voz algo quebrada afirmó: "No puede ser Rufo, esto es increíble, Ella estaba aquí conmigo y no me dí cuenta". Tomó una servilleta de papel y disimuladamente hasta que llegamos a su prolija casa en Punta Mogotes intentó en vano secar varias veces sus ojos. Bajamos para despedirlo y cuando apareció la señora que lo cuidaría sin que se diera cuenta le tomé una foto que envié a su hija en Buenos Aires para que se quedara tranquila de su arribo seguro. Al instante recibí su sentido agradecimiento y partimos hacia una playa para distraernos sobre el final de la tarde. Hacía muchos años que no visitaba Mar del Plata en enero y al terminar de caminar los cien metros del sendero de tablitas de maderas blancas que pasaban entre las hileras de las carpas que nos llevaban al agua fría y salada entré en shock al verme rodeado por un mar de gente. No tenía sentido irnos habiendo pagado el estacionamiento y quedando tan poco tiempo para la puesta del sol. Me senté abrumado sobre la arena al lado de la silla de mi acompañante en apenas un minúsculo metro cuadrado y durante un par de horas me dediqué a observar cuidadosamente ese impresionante gentío. No pude dejar de pensar en mi pasajero, no fui más que su chofer ocasional pero bien podría haber sido su hijo o nieto. Celebro por quienes aún tienen el privilegio de poder visitar, abrazar y escuchar a sus padres o abuelos.
Desde hace varias semanas esperan con ansiedad y entusiasmo la llegada de cada viernes sin que tal vez imaginen que me sucede lo mismo. No necesito que me prometan que será para siempre pero quiero aprovechar cada viaje como si fuese nuestro último. Los primeros viernes solo la llevaba a Ella a almorzar a lo de su hermana y cuñado a un tranquilo barrio de Ingeniero Maschwitz y un par de horas más tarde volvía a buscarla para regresarla a su departamento en San Isidro. De a poco fuimos conociéndonos lo necesario para confiarnos nuestras confianzas y así los viajes se transformaron en placeres. A Ella le gusta escuchar tango y Sinatra mientras conversamos de cosas simples y profundas de hoy y del ayer. Las primeras veces apenas pude saludar a su hermana y cuñado mientras con paciencia bajaba del auto. Ver sus caras de felicidad, sus abrazos y tiernos besos por el encuentro me llenan de alegría y emocionan hasta el alma. ... Quizá tentados por los espléndidos días de otoño este último viernes prefirieron que los buscara primero a Ellos para ir a almorzar a su querido club de la ribera del Plata. Ante mi ofrecimiento de elegir su música Piazzola pareció subirse al auto apenas su bandoneón empezó a sonar con su inconfundible magia. Hicimos una corta parada para buscar a Ella y me alegré al verla tan contenta. Estábamos los cuatro y antes de avanzar me conmovió sentir una privilegiada presencia de tantos años de experiencia, momento perfecto para guardar silencio y permitirme escucharlos atento. Fueron minutos de deliciosos diálogos entre dos bellas hermanas y ese hombre admirable. Llegamos antes del horario acordado pero quisieron bajar y ocupar su mesa rápido para sorprender a quienes los habían invitado. Mi amigo Iván recibió a sus conocidos y queridos comensales con su amabilidad y cariño de siempre. Me despedí de los cuatro y quedamos en que los buscaría más tarde. Aproveché y fui a casa, preparé unos exquisitos fideos con crema y queso recién rayado y almorcé con Matías en la corta pausa de su home office mientras corría la espera. Unos cuantos minutos pasaron entre las despedidas hasta que subieron al auto y ajusté sus cinturones una vez más, me contaron sobre sus platos y con prudencia acepté su invitación al diálogo. Al llegar al departamento la señora de compañía estaba esperándola en la puerta, saludó amorosamente a todos con su acento paraguayo y con delicadeza la tomó a Ella de su brazo hasta que se sintió segura con su fiel andador. Nos dijimos adiós, hasta el próximo viernes y despacito fueron subiendo por la rampa. Crucé las vías del tren Mitre y tomé la avenida Márquez en dirección a la autopista Panamericana, pregunté si querían escuchar música y como siendo uno solo pidieron clásica. Al ver tantas hojas amarillas cayendo suavemente de los árboles les propuse Las Cuatro Estaciones y sin dudarlo asintieron contentos. Detuve el auto con balizas para buscarlo en el celular y al escuchar las primeras melodías avancé lentamente. ¿Puede ser un poquito más alto? El asiento de acompañante había quedado vacío y Ellos dos juntos desde hace sesenta años hundidos en sus asientos bien tomados de la mano. Vivaldi sonó impecable por cuarenta minutos mientras hice lo posible para no interrumpir sus sueños. Al llegar a su arbolado barrio nos despedimos y agradecidos me confirmaron el mismo viaje para el próximo viernes, volví hacia Tigre para buscar a otra pasajera que había ido a almorzar con sus padres. Vivaldi y sus Cuatro Estaciones sonaban bien alto mientras seguía pensando conmovido en la experiencia y sabiduría de esos 92, 94 y 95 años.